Hoy mientras
terminaba de leer un cuento de Murakami – esto suena en especial pretencioso,
pero suena bien- miraba la lluvia caer. Me tocó cuidar el área del pasillo que
da hacia la pared blanca de la escuela, ésta divide a las casas, del teatro y
la cancha de tierra. Miraba la lluvia y pensaba en lo mucho que me gusta ver
llover, también en cosas absurdas que siempre acompañan a ese pensamiento, como
que, ya nadie mira la lluvia; melancolías de películas.
El cuento se
trataba de un velador que una noche se asustó de un espejo, uno que nunca
estuvo en la noche que lo miró. Esas analogías siempre las hago para mis
adentros, o veces las escribo, la de los espejos y el otro que está en reflejo.
Luego mire la
lluvia otra vez, pensé: las paredes blancas no dejan ver como caen las gotas de agua. Y al mirar a un niño con la
palma de la mano alcanzando las gotas de las orillas del techo para que golpean
su mano, divague: Queremos que nos golpeen esas gotas gruesas y toscas, pero
cuando pasas el lumbral, te acarician
como si no quisieran caer. O algo por el estilo, menos trabajado como lo que
acabo de escribir.
En al camino al
departamento donde vivo se crea una especie de rio de aguas negras. Cuando
llueve la colonia se convierte en el vertedero de la delegación que esta sobre
de ella. Me dio asco y pensé en el video de las chicas que salen en una piscina
de plastico para niños lanzándose sobre ese mismo río, pero en otras lluvias.
Si anotara todo
lo que pienso tendría el 10^ de los cuadernos de escritos que guardo, quien
sabe para qué.